Mijail Gorbachov no tuvo reparo reconocer públicamente que la intervención de Juan Pablo II fue decisiva en los acontecimientos que culminaron, en noviembre de 1989, con el derribo del muro de Berlín y con todo el sistema comunista en Europa. Nadie discute hoy que sin los viajes del Papa a Polonia no se podría haber puesto en marcha el llamado «efecto dominó», que, partiendo del ejemplo polaco, contagió a las demás naciones marxistas del entorno, incluida la Unión Soviética, y terminó con la dictadura. En el primer viaje de Juan Pablo II a Polonia, poco después de ser elegido Papa, el 2 de junio de 1979, el nuevo Papa animó a sus compatriotas a plantarle cara al tirano.
En septiembre de 1981, no por casualidad y gracias al apoyo moral y económico del Vaticano, se podía celebrar en los astilleros de Gdansk el primer congreso de un nuevo sindicato, original y extrañamente libre dentro del férreo mundo marxista. Había nacido «Solidarnosc», «Solidaridad».
Era una experiencia tan espectacular para la Polonia marxista como para el Occidente, que contemplaba asombrado cómo los obreros iban a misa y confesaban en público mientras hacían huelga para defender sus derechos. Más aún, desde aquí se veía con ojos escépticos que la Iglesia no era allí, en el «socialismo real», el «opio del pueblo», sino un motor de cambio, de revolución, de lucha por la justicia sin olvidar en ningún momento la paz ni el mensaje de la no violencia activa. Aquel fue el principio del fin del marxismo. El día en que los obreros marcharon contra los teóricos defensores del proletariado se acabó la falacia. Lo extraordinario, lo que rompía todos los esquemas hasta el momento incontestables, fue que lo hicieron entonando himnos a la Patria, a Dios, a la Virgen.
Juan Pablo II intervino no sólo en la gestación de «Solidaridad», sino en la búsqueda de apoyos internacionales políticos y económicos para conseguir que la experiencia naciente no fuera aplastada por el poder del Estado comunista. Sus siguientes viajes a Polonia sirvieron para animar a la gente en la lucha que estaba comenzando. En junio de 1983 fortalece el nuevo movimiento y esa lucha se ve apoyada por otro acontecimiento histórico, la llegada al poder en la Unión Soviética de Mijail Gorbachov en marzo de 1985. Éste decidió, el 7 de abril de ese mismo año, empezar el deshielo con la supresión de los misiles de alcance medio en Europa.
Estaba agobiado por las crecientes dificultades económicas y, también, por los problemas nacionalistas que empezaban a surgir por doquier en la Unión. Después vendrían las reuniones con Reagan para negociar el desarme y, como una puntilla, el desastre nuclear de Chernobil en abril de 1986. Amparándose en los nuevos aires que venían del amo soviético, Juan Pablo II apretó el acelerador y en su tercer viaje a Polonia, en junio de 1987, reclamó ya abiertamente la democracia. El efecto que se produjo en la nación fue inmenso. Poco antes, en enero de ese mismo año, Gorbachov había puesto en marcha la «perestroika» y la «glasnost». Desde ese momento los acontecimientos se precipitaron. En 1988 los soviéticos se retiraron de Afganistán y el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín, verdadero símbolo de un telón de acero que encarcelaba a Europa.
Ese 9 de noviembre significaba también el fin de la guerra fría. Gorbachov, con la extensión de su perestroika (reestructuración) fuera de las fronteras rusas, fue el encargado de relajar la presión sobre los países satélites de la antigua Unión Soviética y de facilitar la apertura a Polonia y Hungría. Una política que, junto a la glasnost (transparencia), acabó por destruirle políticamente, al no contentar ni a los ortodoxos ni a los reformistas. El golpe de Estado de 1991 fue el punto final. Admirado fuera de sus fronteras, Gorbachov recibió el Premio Nóbel de la Paz el 1990, un año después de la caída del muro. Retirado de la política, a los 73 años imparte conferencias millonarias en las que ofrece su visión del mundo.
Reagan, por su parte, que impulsó una fuerte corriente conservadora en los Estados Unidos durante su mandato de 8 años, que acabó precisamente en enero del mismo año en que cayó el muro, contribuyó al mismo tiempo a liquidar la Guerra Fría. Llegó a celebrar hasta 5 cumbres con Gorbachov, en las que se firmaron importantes acuerdos de desarme. Premonitorias fueron sus palabras dirigidas al primer mandatario ruso ante la puerta de Brandenburgo un 12 de junio del 87: “Señor Gorbachov, haga caer este muro”. También en un segundo plano de la política y afectado por el Alzheimer en la última década, fallecía el pasado 5 de junio a los 93 años de edad en su residencia de Los Ángeles.
Desde Polonia, dos destacadas personalidades, una política y la otra religiosa, estaban destinadas a ser protagonistas de la historia, entre otras cosas, por su influencia en la caída del muro de Berlín. El Papa Juan Pablo II contribuyó decisivamente a la caída del muro, al respaldar en todo momento a Lech Walesa en sus aspiraciones de hacer desaparecer el comunismo de la tierra natal de ambos y las de derribar la muralla que dividía Berlín. Walesa, también premio Nóbel de la Paz en 1983, llegó a convertirse en el primer presidente postcomunista de Polonia desde 1990 hasta 1995. Actualmente, a sus 61 años, también está retirado, lo mismo que el checo Havel, de 68 años, que se mantuvo 13 años como jefe de Estado de su país.
Por su parte, Kohl no pudo acabar de peor manera su brillante carrera política: su nombre se vio involucrado en un escándalo financiero ilegal de su partido. Repudiado por su propia gente, el hombre que se lo jugó todo a una carta en la reunificación alemana y que estuvo 16 años en la chancillería es hoy un diputado más de la Unión Demócrata Cristiana.
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