El gran pensador español Zubiri resalta unas palabras de Santo Tomás de Aquino: «Conocer a Dios de cierta manera confusa y general es algo que nos está naturalmente inserto... Pero esto no es conocer simpliciter que Dios existe. De la misma manera que conocer que alguien viene no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene»**. Una cosa es saber que alguien viene y otra saber quién viene o cómo es el que viene. Para saber que alguien viene no suele ser necesario aplicar la oreja a la tierra como los indios americanos en las películas para escuchar el lejano galope de los caballos. Presentimos la venida de alguien o su cercanía por sus pisadas, olor, etc. En cambio, es muy difícil, por no decir imposible, saber así cómo es el que viene. Lo mismo acaece respecto de Dios, y entramos así en dos cuestiones capitales para el hombre de todos los tiempos.
La existencia de la Divinidad, base de la religión
De ordinario es relativamente fácil saber que Dios viene, o sea, existe y actúa. La existencia de la divinidad y su conocimiento por el hombre es la base de la religión o, mejor, de la religiosidad, del sentido religioso.
El conocimiento de la existencia de Dios no sólo es fácil, sino connatural al hombre, inherente a su misma naturaleza racional, alga inserto en la raíz y estructura del hombre. De hecho, de los seres dotados de materia sólo el hombre es capaz de religiosidad. Pues el hombre es religioso no en virtud de su condición cósmica o material (en lo que tiene en común con las cosas: agua, calcio, etcétera), ni de su animalidad, sino de su racionalidad. El hombre es religioso por su misma naturaleza, es decir, está programado así. Sin inteligencia no hay ni cognoscibilidad ni conocimiento real de Dios ya que la divinidad trasciende el alcance de los sentidos. «El hombre no tiene religión, es religión» o religación respecto de Dios (Zubiri). Quien la reconoce es religioso. Nada de lo creado, ni el hombre mismo, puede entenderse sin esta religación objetiva, se admita o no, sin su dependencia de Dios, «más íntimo que mi intimidad o mismidad» (San Agustin) o Quelqu"un qui soit en moi plus moi-meme que moi, «Alguien en mi más yo mismo que yo» (Paul Claudel).
La inteligencia es capaz de descubrir Las huellas de la Bondad, Belleza, etc., divinas, impresas en el universo (vías aristotélico-tomistas de conocimiento de Dios de impronta objetiva) y en el hombre mismo (vias platónico-agustinianas de índole preferentemente subjetiva). «Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está desasosegado hasta que repose en Ti», dice San Agustín, un sediento de Dios, que es meta e imán, único capaz de saciar el ansia humana de ser y de ser feliz para siempre. Si todos Los hombres tienen sed debe existir algo —el agua— capaz de saciarla. Basta ver que todos los hombres tienen sed de felicidad para concluir la existencia de Alguien que la sacie, pues sólo la Persona, no las cosas, es capaz de llenar a la persona. Por eso el hombre no puede vivir sin la divinidad. Si niega a Dios, talla la imagen de un dios, de un ídolo. Hay épocas, par ejemplo, la helenística (siglos inmediatamente anteriores y posteriores al nacimiento de Jesucristo) y la nuestra en las que se entenebrece la existencia de Dios. La embriaguez sensorial, sensual y hedonista suplanta a Dios por un sucedáneo, par el ídolo de turno, el cual a su modo proclama la necesidad que el hombre tiene de Dios. Febre desconsagró la catedral de París. Pero no la dejó vacía: la convirtió en el temple de la Razón. En lugar de la imagen de Notre Dame, Nuestra Señora la Virgen María, colocó a la diosa Razón, representada por una joven jacobina, amante del reformador; reemplazó la lámpara del Santísimo par la antorcha de la Verdad. Otros muchos han sucumbido a la tentación primera y permanente: «seréis como dioses» (Gen 3, 5 ss.). En lugar de Dios el hombre europeo ha ido entronizando y destronando a sus ídolos: la Razón, el Estado, la Raza, la Materia, el Sexo, la Droga, etc., que a veces exigen más sacrificios humanos que las hecatombes de los dioses aztecas. Tiene razón el gran novelista ruso Fedor Dostoievski: «El hombre no puede vivir sin arrodillarse... Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo de madera, de oro o simplemente imaginario... Todos esos son idólatras, no ateos; idólatras es el nombre que les cuadra». Por eso la Biblia habla de todos los pecados humanos, pero nada dice del ateísmo a no ser llamando «insensato, irracional» a quien dice «No hay Dios» (Ps 131, 1). En cambio, la idolatría, esto es, el ateísmo, es el entramado de todos los fallos y causa de todos los males del pueblo escogido (Antiguo
Testamento).
Más aún, cualquier pecado convierte al hombre en «adorador de un idolo». Con palabras del Concilio Vaticano II el ateísmo es «un fenómeno secundario», degradado, como el avinagramiento del buen vino religioso. Lo mismo puede decirse del animismo, fetichismo, dinamismo o magia, totemismo, etc.
La pluralidad de religiones, respuesta de la pregunta: ¿Cómo es Dios?
Es fácil saber que alguien viene o que Dios existe, pero resulta dificultoso precisar quién es el que viene o cómo es Dios. Pues nuestro conocimiento de lo divino es analógico (en parte acertado, en parte no), no unívoco (lo que tiene igual naturaleza que otro ser o lo dicho de dos o más seres con el mismo significado). Quien ve unas huellas sobre la nieve o en la arena de la playa deducirá qué clase de animal, etc., las ha impreso por la analogía con los seres conocidos. Pero «a Dios nadie lo ha vista jamás», dijo San Juan. Por eso, cuando tras la muerte veamos a Dios «cara a cara como realmente es» (I Cor 13, 12), sin el velo de la razón y de la fe, quedaremos como desbordados par la infinitud divina y extasiados.
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